jueves, 24 de abril de 2014

Nostálgicos veranos.

Era uno de agosto, y en mi casa se respiraba un aire diferente, mi padre ya estaba de vacaciones y mi madre preparaba afanosamente los bolsos con la ropa para el viaje. Mi hermano y yo contábamos las horas que faltaban para coger el autobús que nos llevaría a nuestro paraíso particular, a un hermoso pueblo de la provincia de Jaén, enclavado en Sierra Morena, Baños de la Encina. Allí pasábamos el verano con mis primos y tíos. La casa de mi abuela, estaba en una calle llamada Calle Ancha, era de una sola planta con gruesos muros de piedra y con una puerta de madera con una llave grandísima  que nos gustaba a todos, solo había una y una vez dentro y llegada la hora de dormir, la puerta se atrancaba con un hierro grande que la atravesaba de lado a lado. Tenía dos dormitorios, uno de ellos enorme donde los niños dormíamos todos juntos en colchones en el suelo, y tenía dos armarios y dos camas de matrimonio y otro más pequeño que era el de mi tío José, una cocina que parecía de juguete, con un olor inconfundible a comida casera, con una orza para guardar el pan y que no se pusiera duro, alacenas de obra con puertas que eran cortinas de cuadritos y un almirez de bronce que pesaba muchísimo donde mi abuela,mi madre y mis tías hacían los majados para las comidas.
También había un comedor , y lo que más nos gustaba era un patio grande, bueno un corral como lo llamaban allí, con los muros de piedra, donde había una higuera grande que nos regalaba sus frutos y muchas flores de colores, rosas, san pedros y hasta un galán de noche que perfumaba nuestras noches.
Allí era donde nos ponían una pequeña piscina de plástico de colores y donde nos refrescábamos y jugábamos mi hermano mis primas y yo, todavía recuerdo a mi hermano Luis, tan delgadito como estaba con ese bañador rojo de sellos y esa piernas llenas de mercromina para combatir sus múltiples caídas y arañazos, era un trasto, un trasto maravilloso.
En cuanto llegábamos al pueblo que sólo estaba a unos treinta kilómetros de donde nosotros vivíamos, entrabamos en otro mundo, todos se conocían , se saludaban, íbamos a ver a la familia, primos y tíos de mi madre.
El ambiente era completamente distinto, mas familiar, más sano,más puro.
Las mañanas transcurrían apacibles, comprábamos en una tienda que todavía me parece estar viendo, se llamaba Quintana, y tenía de todo, era una de esas tiendas antiguas con un gran mostrador de madera, con estanterías con cajones y donde podías encontrar desde bacalao seco, a barreños de plástico, choped, zapatillas para el pantano, de esas horribles de goma,  y por supuesto flotadores, pelotas, chuches, era como entrar en un lugar encantado en el que no sabías que podías llegar a encontrar.
Antes mi prima y yo acudíamos a por la leche a una de las casas que tenían cabras y nos llenaban una lechera de aluminio donde más de una vez se nos derramó la leche.
Desayunábamos y ayudábamos a hacer las camas, unas camas altas con colchones de lana, y cuando veíamos a mi tía y a mi madre hacerlas nos daba la risa ya que parecía que le daban una paliza al colchón cuando lo mullían.
Pero lo verdaderamente divertido venía después de comer, antes de recoger la mesa, mi tío nos ponía a partir en trozos pequeños las cáscaras de la sandía y el melón que habíamos tomado en el postre y después lo metíamos en bolsas y los llevábamos a casa de una vecina que se llamaba Anica, con el pelo blanco recogido en un moño, que tenía gallinas y gallos y les daba eso de alimento.
Mas tarde preparaban unos bocadillos mientras mi padre y  mis tíos se tomaban un café, llenaban los bolsos con las toallas, nos ponían una gorra  a los niños por eso del sol y nos encaminábamos toda la troupe a coger el camino que nos llevaba cada tarde al pantano del Rumblar, a un sitio que le llaman la Picoza.
Era salir al camino, y el aroma inconfundible a tomillo, romero y jara hacia que al inspirar el olor se quedara impregnado en ti para siempre, avanzamos entre las sombras de los pinos hasta llegar al pantano, que nos ofrecía una imagen que parecía sacada de una postal, aguas cristalinas y frescas nos animaban al chapuzón y entonces siempre y cuando hubieran pasado las dos horas de rigor después de haber comido, nos metíamos en el agua y disfrutábamos como locos.
Recuerdo a mi madre con su bañador tan guapa con ese pelo negro y ese color de piel tostado y a mi padre guapo a rabiar, con un bañador ceñido de los de la época, con el torso desnudo como uno de esos modelos de ahora, que felices eramos y que infancia más idílica, no cambiaría por nada esos momentos, cuando nos salíamos del agua medio desfallecidos y nos sentábamos en el filo de una de las barcas que había y merendábamos entre risas y bromas, y al final recogíamos y nos volvíamos al pueblo con la sensación de haber aprovechado otra tarde maravillosa.
Las tardes y las noches eran divertidas, durante la semana salíamos a dar un paseo y mis padres nos llevaban a tomar un refresco a alguno de los bares del pueblo, recuerdo el nombre singular de algunos de ellos, El Colorín,  El Gatico, El Chaparro, en alguno de ellos yo he llegado a darle el biberón a una cierva que estaban criando. Recuerdo la carne de caza, de monte como le dicen allí, de ciervo,de jabalí, que exquisitez y que manos tienen para prepararla, los espárragos cuando era época, los níscalos, las collejas, y esas veladas que se alargaban hasta la madrugada en las que mi padre y mi tío se arrancaban a cantar flamenco y nosotros los oíamos embelesados , mientras un paisano u otro decía, llena, llena que estos no se van.
También recuerdo El Francés un bar de lo más chic de la época con bombillas de colores y en el que se celebraban verbenas en un patio grande que tenían.
Y como olvidar los sábados de cine, de sesión doble, donde mis amigos, mis primos y yo vimos infinidad de películas del oeste, de chinos y de Manolo Escobar. 
Lo que daría para que mis hijos hubieran vivido aquello, porque puedo decir a boca llena y sin temor a equivocarme que fue una de las etapas más entrañables de mi vida.

                             

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